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El réquiem del Carmel por la pérdida de las raíces a manos del turismo

La historia del barrio del Carmel se explica a través de voces como la de Carmen Férez. Esta mujer de 85 años dejó su Murcia natal cuando tenía solo 9 para trasladarse con su familia a Barcelona. Después de vivir un tiempo en una especie de refugio muy próximo a las antiguas barracas que se erigían junto al Hospital de Sant Pau, su padre consiguió comprar con los ahorros que tenía un pequeño terreno en uno de los puntos más altos del Turó de la Rovira y construyó una caseta donde se instaló con su mujer y los cinco hijos. «Cuando llegamos, esto era solo una roca. Estuvimos durante bastante tiempo viviendo sin agua ni luz, sufrimos inundaciones… aquí hemos vivido de todo», recuerda.

Férez es una de las vecinas que todavía resiste en la calle de Marià Labèrnia, una de las vías principales que dan a los búnkeres del Carmel. Su casa de color rosa salmón es la más próxima a las baterías antiaéreas, que desde hace casi una década se han convertido en uno de los epicentros del turismo de la ciudad y en una parada obligatoria para el público extranjero que visita la capital catalana, sobre todo cuando llega el buen tiempo. Riadas de personas enfilan las empinadas calles que vertebran el Turó de la Rovira para disfrutar de sus vistas privilegiadas en una especie de peregrinaje que se repite prácticamente cada día de la semana. Aun así, esta procesión se convierte hacia el anochecer en un calvario por la celebración de macrobotllones en muchas ocasiones amenizados por música electrónica pinchada en directo.

Las fiestas arrancan con la puesta de sol y muchas veces se alargan hasta muy entrada la noche, provocando unas molestias y un ruido incompatibles con el descanso de los vecinos de la zona. De hecho, ni el control de acceso en el espacio ni la presencia policial consiguen a veces parar la celebración de estos acontecimientos, tal como pasó hará unas semanas. Para probar de facilitar el control de estas aglomeraciones y garantizar el descanso vecinal, el Ayuntamiento está terminando la instalación de vallas que servirán para clausurar al atardecer las baterías antiaéreas, una medida que no acaba de convencer a los afectados, que temen que el cierre sirva para reactivar el polémico proyecto del parque de los Tres Turons, expulsando así a los últimos supervivientes del pasado barraquista del Carmel.

Las aglomeraciones de turistas se repiten prácticamente cada día de la semana en el Turó de la Rovira / A.R.

Un problema más allá de las vallas

«En los últimos años esto se ha convertido en un infierno. No estamos en contra del turismo, pero sí del vandalismo. Parece que quieran que nos amarguemos para que nos acabemos marchando», lamenta Custodio Pareja. Como Férez, este hombre de casi setenta años dejó su Andalucía natal cuando tenía solo cinco para instalarse con su familia en una de las barracas que conformaban entonces el barrio del Carmel. Con los años, se pudo comprar un terreno en una de las laderas del Turó de la Rovira, donde actualmente reside con su pareja. «Desde que salí de las barracas no me he movido de aquí. Hemos sido unos privilegiados -dice señalando las espectaculares vistas desde el porche de su casa-, pero no nos esperábamos encontrarnos con todo esto. Hay mucha gente que se quiere marchar porque no aguanta más«, explica, haciendo referencia a la masificación turística que ha sufrido la zona en la última década y en especial a los problemas de suciedad y vandalismo.

Su vivienda es una de las 295 afectadas por el gran parque verde de 123 hectáreas que tiene que conectar los cerros de la Creueta del Coll, la Rovira y el Carmel, un proyecto que está sobre la mesa del Ayuntamiento desde el 1976, cuando fue incluido en el Plan General Metropolitano (PGM). Este planeamiento es una de las razones que hace que muchos vecinos desconfíen de la colocación de las vallas perimetrales en los búnkeres, unos trabajos que tendrían que estar terminados el mes de mayo. «El cierre en sí no es una solución. No hará nada más que dividir el grupo que ahora tienes concentrado en las baterías antiaéreas por otras zonas del barrio. Sabemos que ya no podemos parar la instalación de las vallas, pero lo que más nos preocupa es qué viene después de esta clausura«, apunta Pareja, que teme que todo responda a una estrategia para acelerar el derribo de las construcciones afectadas y revalorizar la zona. Precisamente, esta es la tesis que defiende la Plataforma de Viviendas Afectadas de los Tres Cerros (PHATT), que considera que la medida solo tiene la intención de avanzar en la privatización de un espacio público.

Cartel colocado por los vecinos en uno de los puntos de la calle de Labèrnia / A.R.

En la misma línea se pronuncia Montse Jiménez. Esta mujer de 63 años es la tercera generación que reside en una de las casas ubicadas en el tramo final de la calle de Mühlberg, una de las principales vías de acceso a las baterías antiaéreas. Su familia es conocida en el barrio como los Matarifas, puesto que su abuelo trabajaba en el antiguo matadero de la plaza de España. «Hasta hace unos años, aquí no teníamos las calles asfaltadas y tampoco llegaba el transporte público. Ahora hay vecinos que tienen problemas para sentarse al bus. Las vallas no son la solución, solo servirán para crear un Park Güell 2. Aquí el problema es el tipo de turismo», reflexiona la vecina, que está acostumbrada a lidiar prácticamente cada día con la acumulación de basura y los meados, una de las consecuencias que deja este tipo de turismo masivo en la zona.

Un grupo de jóvenes admira las vistas subidos en uno de los puntos de las baterías antiaéreas / A.R.

Medidas contundentes y turismo más «cultural»

Tanto Jiménez como Pareja han participado en las diversas concentraciones que han protagonizado los vecinos durante las últimas semanas para denunciar la situación de saturación que sufre la zona y reclamar al Ayuntamiento medidas más allá de la instalación de vallas, como un control de acceso efectivo al espacio de los búnkeres o su desalojo cada noche y no de manera extraordinaria, como pasó este domingo. Según defienden los vecinos, estas acciones tienen que venir acompañadas de un replanteamiento del modelo turístico que deje de publicitar las baterías antiaéreas como una de las grandes atracciones de la ciudad, que ya no solo aparecen en las guías turísticas tradicionales, sino que también tienen una fuerte presencia en las redes sociales, donde se promociona como un espacio gratuito donde comer y beber con vistas y música electrónica de fondo.

En este sentido, el Ayuntamiento ya se ha comprometido a retirar de las guías turísticas estas menciones para probar de atraer a un visitante más «cultural» y avanzar en la museización de toda la zona de las baterías. El consistorio también ha decidido avanzar este año el dispositivo estival para evitar la celebración de nuevas fiestas, prohibiendo la entrada a cualquier vehículo que no sea de un vecino de la zona y realizando cortes de circulación en las calles del Doctor Bové y de la Gran Vista, una de las vías que acaban colapsadas los fines de semana por la gran afluencia de taxis y VTC.

Dos jóvenes fotografían las vistas desde las baterías antiaéreas este mes de marzo / A.R.

El desgaste de la supervivencia

Con la temporada de verano a la vuelta de la esquina, no todo son voces críticas con la instalación de las vallas. Es el caso de Ramón Giner, uno de los vecinos de la calle de Labèrnia, la otra vía que da directamente a los búnkeres. «No habría querido este cierre, pero es la única solución. Los vecinos no podemos ir cada noche a pedir que paren la música y dejen de hacer ruido porque queremos descansar», asegura. Este hombre de 79 años -que también vino a vivir en el Turó de la Rovira con su familia desde Navarra cuando solo tenía 12 años- cree que la medida es necesaria y confía que esta no sirva para reactivar el proyecto del parque de los Tres Turons, la espada de Damocles con la cual se ha visto forzado a convivir prácticamente toda su vida.

Ramón Giner fotografiado a las puertas de casa suya en el Turó de la Rovira / A.R.

Giner no se plantea dejar la casa donde ha vivido los últimos 67 años, pero hay vecinos como Carmen Férez que, a pesar de intentarlo y estar a punto de cerrar la operación de venta en hasta dos ocasiones, no lo consiguen porque los compradores siempre se acaban echando atrás. «Aquí nos han hecho mucho daño. Nos han hecho pintadas, nos han quemado el coche y muchas noches no puedo dormir por el ruido. Vivir así es insoportable. Parece mentira, pero cuando más felices y a gusto hemos estado era cuando todo esto eran barracas», concluye Férez.

Entrada principal de la casa de Carmén Férez, al lado de los búnkeres del Carmel / A.R.

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