La montaña de Montjuïc ha sido desde la antigüedad un punto de vigilancia de la ciudad de Barcelona y sus alrededores. Las primeras referencias de hogueras de avistamiento en la cima de la capital catalana se remontan al 1073, cuando se utilizaba este mecanismo rudimentario tanto para alertar a los barcos de la presencia de tierra firme como para comunicarse con el núcleo urbano ubicado a los pies, sobre todo en caso de avistar en el horizonte alguna amenaza. El sistema de vigilancia se sustituyó a partir del siglo XV por una especie de torre o atalaya, llamada Torre del Farell, donde había unos guardias destinados de manera permanente que dependían del Consejo de Ciento.

Este fue el inicio de la leyenda de los vigías de la montaña barcelonesa. Su destreza y los códigos pioneros que utilizaban para compartir información con el centro de la ciudad les otorgaron una fama en toda la península que despertó el interés de grandes personalidades de la época como el emperador Carlos V, quien durante una visita a la capital catalana pidió a sus consejeros que se entrevistaran con los guardianes de la época para conocer todos los detalles sobre este sistema de comunicación tan sofisticado. Así lo recoge una investigación realizada por Àngels Gómez, historiadora aficionada y miembro del Centre de Recerca Històrica del Poble-sec (CERHISEC), donde también figuran los comentarios de un viajero coetáneo de Felipe II -hijo de Carlos V- que asegura que en la cima de Montjuïc había una torre o atalaya «desde la cual se ven las galeras y navíos que vienen de lejos y se avisa a los ciudadanos que llegan».

El convento de Sant Francesc con la montaña de Montjuïc de fondo en un dibujo de Josep Mosterin (1830-1860) / Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona
El convento de Sant Francesc con la montaña de Montjuïc y el castillo de fondo en un dibujo de Josep Mosterin (1830-1860) / Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona

Quizás una de las referencias más sorprendentes y que demuestra el auténtico folklore que llegó a existir alrededor de la figura del vigía barcelonés es el hecho de que este sea el protagonista de un poema del célebre sacerdote y autor Francesc Vicenç Garcia, conocido popularmente como el Rector de Vallfogona, que se publicó póstumamente en 1703. Los versos en cuestión dicen así:

Gran señalador de moros

que de tus ojos van huyendo

temiendo como los tienes de fuego

no los quemes de vivo en vivo.

Mas dicen los que te conocen

que eres un cobarde mentiroso,

que no tienes más que la lengua

y esa para dar aviso.

Sólo me enfada aquella torre

que con una mano de tres dedos

habla con signos a la costa,

secretos del mar descubriendo.

La última gran celebridad

Con el estallido de la Guerra de los Segadores, las autoridades ordenaron amurallar esta torre de vigilancia, que poco a poco quedó absorbida por una fortificación más grande de naturaleza militar que con el tiempo se convertiría en lo que hoy conocemos como el Castillo de Montjuïc. A pesar de la evidente transformación del entorno y los avances tecnológicos y marítimos, durante este tiempo y hasta bien entrado el siglo XX, la figura del vigía se mantuvo intacta, prácticamente como una profesión de culto, y logró evitar acabar relegada a una función meramente simbólica, el paso previo a la desaparición del puesto de trabajo, tal como ocurrió en muchas otras ciudades costeras.

El ejemplo más claro de la devoción barcelonesa por estos guardianes es el artículo extenso que La Vanguardia le dedicó a uno de estos vigías, Agustí Mauri Pareras. Este hombre había nacido en Palamós en 1815 y después de convertirse en capitán de la marina había asumido la vigilancia de Montjuïc en el año 1854, sustituyendo a uno de sus hermanos, Bartolomé Mauri Pareras, que había renunciado a la posición para cederle. La vigilancia se hacía desde un espacio ubicado al final de una escalera de caracol con 103 escalones que alcanzaba los 220 metros de altitud. El texto citado se publicó en la edición del 5 de febrero de 1897, coincidiendo con su muerte -a los 77 años- y homenaje tanto a los más de 40 años de profesión como a su aportación como ideólogo de un nuevo sistema de comunicación óptica considerado el más complejo del mundo en aquella época. El artículo explica cómo llegaba cada día a la cima de la montaña sobre su asno, las penurias de un trabajo que a partir de 1868 dejó de ser retribuido y la importancia que tenía para la ciudadanía.

El Puerto de Barcelona visto desde el faro de Montjuïc / A.R.
El Puerto de Barcelona visto desde el faro de Montjuïc / A.R.

«Conocía el vigía al dedillo todas las naves, y tenía un ojo de experto marino. Era certero y pronto en el aviso y en más de una ocasión, con sus señales de auxilio, logró salvar varias naves en peligro. […] Triste es decirlo, el vigía Mauri no tenía, que sepamos, retribución del Estado, y seguía en su cargo sostenido por lo que voluntariamente y por suscripción le entregaban algunas corporaciones y particulares«, se señala en la pieza. El texto también hace referencia a su sucesor y a la continuidad de una profesión que seguiría ligada durante al menos dos generaciones más a la familia Mauri: «Después de dos días de inmovilidad, el telégrafo marítimo de Montjuich ha vuelto a dar señales de vida. No hay aún vigía nombrado, ni sabemos quién ha de nombrarlo. El nuevo huésped de la torre es el yerno y discípulo de Mauri, que ya fue en vida su ayudante. A vigía muerto, vigía puesto, y este cargo durará, vinculado en la familia Mauri, mientras haya navieros y comerciantes que lo costeen y permitan las autoridades marítimas y militares que alguien more en lo alto de la torre de Montjuich. Los viejos barceloneses, amantes de sus tradiciones y costumbres, verán con gusto que no desaparezca el telégrafo marítimo«.

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