Todo empieza con una pregunta inocente de un nieto. «Cuando fue la última vez que fuiste al cine,
Como otros muchos emigrantes andaluces y extremeños que a mediados del siglo XX abandonaron su tierra para buscar un futuro mejor en Cataluña, Isabel llegaba a Barcelona desde su Granada natal con 22 años, recientemente casada y con un niño que todavía no tenía 3 años. No era la primera vez que pisaba este territorio: ya lo había hecho una década antes, cuando trabajó durante una temporada como servicio para una familia acomodada de Santa Coloma de Gramenet. «Llegué sola con 7.000 pesetas escondidas entre la ropa. Recuerdo perfectamente cuando me enseñaron la habitación donde iba a dormir y me mostraron el armario donde podía guardar mis cosas. Me eché a llorar porque no tenía nada que poner dentro«, rememora. Lejos de las
Es aquí donde el relato de

Una mano levantada en la sala
Una conjura familiar consigue convencer a Isabel para que acompañe sus nietos a ver la película de Barrena. La llevan a los cines del centro comercial Diagonal Mar, los más próximos al piso del barrio de la Mina de Sant Adrià de Besòs que le tocó por sorteo cuando derribaron las barracas antes de los Juegos Olímpicos del 1992. Salva con dificultades las escaleras que llevan hasta la sala, que un domingo por la tarde está llena de gente mayor, y se sienta en su butaca, flanqueada a ambos lados por sus nietos. Solo llevamos unos segundos de proyección, pero la primera escena del film ya despierta la emoción en la mujer. Cuando los vecinos de Torre Baró tienen que rehacer las casas después de que los policías las derriben por no tener techo, como marcaba entonces la Ley, asiente. «Esto era verdad, pura verdad. A veces venían incluso con mangueras«, apunta en voz baja.
Como muchas de las mujeres retratadas en el largometraje, Isabel no pudo ir a la escuela. Nacida «el año que acabó la guerra», la mujer era la hija grande de una familia de ocho hermanos. En pleno contexto de posguerra y en un entorno de la Andalucía rural, trabajó desde los 7 años para que a los pequeños de la casa no se les faltara nunca al menos un trozo de pan que ponerse en la boca. Cuando el personaje de Clara Segura, que interpreta una maestra religiosa que acaba colgando el hábito para casarse con Vital, pregunta a las mujeres de las barracas de Torre Baró cuántas no saben leer y escribir, Isabel levanta la mano decidida en la sala de cine. «Mi padre era muy listo y siempre me preguntaba cómo me lo hacía para poder ir a trabajar en metro si no podía ni leer el nombre de las paradas… Yo identificaba las estaciones por el color de las baldosas», afirma.

Felicidad en la miseria
El telón en negro marca el final de la película, que recibe los aplausos prácticamente unánimes de los espectadores, una escena cada vez menos habitual en un cine. Isabel sonríe y se queda sentada en su butaca comentando la jugada con los nietos hasta que abren completamente las luces de la sala. «Esto que explica lo hemos vivido tal cual. No teníamos agua ni luz y se tenía que bajar y subir cada día para ir a trabajar, pero estábamos bien. Vivíamos a gusto«, asegura la mujer dibujando una cierta nostalgia en la mirada.
De aquella época, guarda un regusto agridulce. La barraca que construyeron junto a la que tenía la suegra, al final de la calle del Poeta Cabanyes, fue el lugar donde su segundo hijo dio sus primeros pasos. «Siempre digo que nació a las puertas del Estadio de Montjuic -el precursor de las instalaciones olímpicas que entonces albergaba pequeñas barracas en el interior- porque allí fue donde me puse de parto», recuerda. En Can Valero se sentía como casa, pero fuera, en el centro de la ciudad, emigrantes como ella eran vistos por algunos como ciudadanos de segunda. «Había una mujer que siempre me decía que me fuera a mi pueblo, que porque venía a comerme sus judías. Al principio, no sabía qué responder y me marchaba siempre llorando a casa. Después perdí la vergüenza«, señala.

Abuela y nietos abandonan el cine mientras todavía comentan el film. Ellos preguntan y ella explica dejando atrás una sala que ya ha quedado prácticamente vacía. La conversación deriva a través de anécdotas en un recuerdo a los que ya no están, pero también en un reconocimiento a la película, que consigue recuperar la memoria de una Barcelona que muchas veces no se explica y que se va perdiendo con cuentagotas con la muerte de sus protagonistas. «La siguiente película tendrá que ser sobre las barracas de Montjuic porque hay mucho a explicar», concluye sonriente.