El inglés se ha convertido en una de las lenguas oficiales de la Dreta del Eixample. Esto no es tan solo una sensación palpable a pie de calle entre los peatones. Solo se tiene que dar un paseo por esta zona de la capital catalana para comprobar de primera mano como cada vez más portales lucen carteles en este idioma. Estos letreros están destinados tanto a los visitantes que ocupan alguno de los muchos pisos turísticos repartidos por el barrio como a los que o bien han comprado una vivienda o bien han decidido establecerse un tiempo en Barcelona pagando un alquiler de temporada. La presencia creciente de extranjeros tiene una contrapartida clara: cada vez quedan menos vecinos de toda la vida.
Pero en algunos de estos edificios ahora reconvertidos casi íntegramente en alojamientos turísticos o pisos de lujo todavía sobreviven barceloneses que se niegan a abandonar la que en muchos casos ha sido su casa durante buena parte de sus vidas. Son los últimos supervivientes de bloques comprados sobre todo por fondos buitre o grandes tenedores que aspiran a sacar el máximo rédito económico con sus inversiones. Un objetivo que favorece la gentrificación y que normalmente es incompatible con el mantenimiento de las condiciones que disfrutan muchos de estos inquilinos como locatarios de renta antigua, un contexto que fácilmente se puede acabar traduciendo en desahucios silenciosos.
De la mano de la Asociación de Vecinos de la Derecha del Eixample, el TOT Barcelona ha investigado la situación en la cual se encuentran los últimos vecinos de cuatro de estos inmuebles comprados por fondos buitre. Se trata de fincas reconvertidas en algunos casos en oficinas y pisos turísticos o renovadas completamente para venderlas por encima del precio de mercado. Todas tienen en común la presencia de estos locatarios que resisten estoicamente con más o menos dificultades a las presiones de las propiedades y el trasiego constante de operarios en los edificios por las obras de reforma de los diferentes pisos que van quedando vacíos.

La transformación en un barrio turístico
El caso de Xavier Olivé es probablemente el más paradigmático. Este hombre de 75 años hace casi medio siglo que vive en uno de los pisos del edificio que se erige en el número 347 de la calle de la Diputació. Desde el verano pasado ostenta un título que nunca se habría imaginado: es el último vecino de toda la vida que queda en esta finca. Su contrato de renta antigua -empezó en 1976 pagando 8.000 pesetas, unos 48 euros, y ahora paga unos 500 euros- es lo único que se ha interpuesto entre él y el fondo inversor holandés que compró todo el inmueble en 2016 con el objetivo de reformar las viviendas y venderlos a precios desorbitados. «Ahora ya no conozco a nadie prácticamente. La mayoría de propietarios son extranjeros y utilizan las viviendas como segunda residencia. Solo ves que van viniendo a temporadas«, explica Olivé, el único de los inquilinos que todavía tiende la ropa al patio interior.
Más allá de su experiencia personal con la transformación de la finca, este vecino ha sido testigo del cambio radical que ha sufrido el barrio en las últimas tres décadas. «He vivido toda la vida en la Dreta del Eixample. Antes era una zona donde había muchos abogados, médicos y arquitectos, pero cada vez se está convirtiendo en un barrio más turístico que residencial», lamenta. Olivé habla con conocimiento de causa: fue presidente de la Asociación de Vecinos de la Dreta del Eixample a finales de los setenta. «Quizás teníamos unos 500 socios entonces. No se hacía casi vida de barrio porque la zona no tenía el caliu de lugares como el Clot, pero ahora esto ya será imposible de conseguir porque casi no quedan vecinos de toda la vida», señala.

Un escudo con los días contados
A poco más de 400 metros encontramos otra finca donde los procesos de desahucio silenciosos solo han dejado una de las familias históricas del bloque. Se trata de un matrimonio que reside desde hace décadas en uno de los pisos del edificio que se erige en el número 84 de la calle del Bruc. Su domicilio es fácilmente identificable dando un vistazo al interfono del inmueble porque es el único que continúa ocupando toda una planta. Desde que un fondo árabe compró la finca poco antes del estallido de la pandemia, los propietarios se han dedicado a dividir en dos cada una de las viviendas a medida que iban quedando vacías por la no renovación de los contratos de alquiler de los inquilinos.
El contrato de renta antigua que tiene vigente la pareja de abuelos es el escudo que hasta ahora les ha permitido conservar su casa. Eso sí, sufriendo las obras de reforma que se han hecho en el resto de pisos del bloque e incluso viéndose obligados a permitir la colocación de una especie de puerta de separación dentro de la vivienda, toda una declaración de cuáles son las intenciones de la propiedad una vez pueda disponer del domicilio.
La llegada de este fondo de inversión también ha complicado la actividad de los dos negocios históricos que ocupan los bajos del edificio, que por miedo a posibles cambios en las condiciones se han visto forzados a no llevar a cabo las tareas de mantenimiento que requieren los locales. Los desperfectos van desde problemas con el vertido de aguas fecales en el patio interior de la finca a humedades y vigas de madera carcomidas por las goteras. En uno de los casos, la propiedad incluso demandó a la dependienta del establecimiento al considerar que el locatario había subarrendado el espacio, una acusación desmentida por sentencia judicial.
El pecado de la segunda residencia
Los tribunales también tendrán que mediar en el caso de un matrimonio de jubilados barceloneses que desde 1975 vive en otra finca de la Dreta del Eixample. El fondo inversor que compró el edificio a finales del 2021 les demandó cuatro meses después por abandono del hogar, al considerar que la pareja pasaba demasiado tiempo en su segunda residencia. Los afectados rechazan esta acusación y se niegan a dar su brazo a torcer, de forma que la disputa se decidirá -con toda probabilidad favorablemente para los locatarios- en los juzgados.
Con esta estrategia, los propietarios pretendían romper el contacto de renta antigua que vincula el matrimonio con la vivienda para poder continuar reconvirtiendo los pisos del inmueble en oficinas. Actualmente, solo quedan tres familias más residiendo en la finca, solo una de las cuales con un contrato de renta antigua parecida, que durante este tiempo han tenido que sufrir las molestias por el ruido y el polvo derivados de las correspondientes obras de reforma de las viviendas que iban quedando vacías. Salvo estos cuatro domicilios, el resto de pisos ahora funcionan como despachos y locales para negocios.

Un desgaste que pasa factura
Un capítulo aparte merece la situación que viven los vecinos del número 209 de la calle de Roger de Flor. Esta finca tiene un largo historial de desahucios desde el 2017, cuando fue adquirida por un fondo de inversión que se negó a renovar el contrato a los locatarios de la mayoría de los 28 pisos del edificio. Siete años después, solo resisten en el bloque tres familias con contratos de renta antigua y un padre que ocupa con su hijo menor uno de los domicilios desde febrero del 2019. Algunos vecinos como la madre de Neus Canals optaron por marcharse en el momento que encontraron una alternativa de vivienda y después de muchos años de desgaste y presiones por parte de los nuevos propietarios.
«Nosotros nos mudamos al edificio en 2005 con mis padres y la abuela. Después de 12 años viviendo en el piso, nos llegó el burofax donde nos avisaban que nos rescindían del contrato. Las negociaciones con los propietarios fueron muy duras, imposibles, y después de cuatro años conseguí sacar a mi madre y llevarla a un piso para gente mayor del Ayuntamiento», relata Canals con resignación. Los vecinos que no han optado por esta vía han visto como el bloque se llenaba de pisos turísticos y de viviendas de alquiler por temporadas a precios estratosféricos. «Tenemos obras a tutiplén e incluso han instalado unos teclados electrónicos para entrar en la mayoría de los pisos», explica Jordi, el padre que ocupa uno de los domicilios. En su caso, una sentencia judicial decretó hace un par de años que la propiedad tenía que hacerle un alquiler social, una circunstancia que no se ha cumplido y que podría no llegar a ver nunca: «He vivido en Barcelona toda la vida, pero mi hijo dice que quiere marcharse fuera. Ha llegado al punto de odiar la ciudad».