Lucila Rodríguez fue una de las muchas personas que perdió el trabajo con el estallido de la pandemia del coronavirus. Esta psicóloga de formación trabajaba como responsable de equipos de limpieza en diferentes hoteles del área metropolitana barcelonesa. Con la llegada del confinamiento y el cierre de los alojamientos turísticos, la empresa echó a todos los empleados y ella se quedó con 53 años en el paro teniendo que pagar un piso en la capital catalana a medias con su pareja de entonces, con quien justo se acababa de casar. La mujer no hacía demasiado que se había instalado definitivamente en la ciudad. Hija de emigrantes asturianos, después de toda una vida en Perú y con los hijos ya independizados había decidido trasladarse a Barcelona para alargar su vida laboral y buscar un tratamiento para la enfermedad que sufría desde hacía años y que en su país no le sabían detectar.
«Pagábamos 850 euros y pudimos aguantar un poco. Pedí incluso una ayuda para poder pagar el alquiler, pero me la denegaron y cuando se me acabó el paro nos demandaron», explica. A pesar de que el titular del piso era un gran tenedor, la propiedad consiguió que abandonara la vivienda en el segundo intento de lanzamiento, después de que el primero fuera parado por los activistas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH). Rodríguez tuvo que dejar el domicilio de Sants-Montjuic donde había vivido los últimos años a finales de septiembre del 2021. Solo pudo llevarse su ropa, el resto de pertenencias -incluidos los muebles que había comprado ella misma- se quedaron dentro y no los pudo recuperar. Fue realojada temporalmente en una pensión en Cerdanyola del Vallès con quien era oficialmente su marido todavía, a pesar de que la relación se había acabado hacía tiempo, y entró aquel mismo día a la mesa de emergencia de vivienda.
Casi tres años después, Rodríguez continúa viviendo en esta misma pensión. Solo una fina pared la separa de su exmarido, con quien no tiene ningún tipo de relación. La habitación tiene baño privado, pero no tiene cocina, de forma que solo puede comprar comida preparada. La enfermedad que no le podían detectar en su país ha acabado siendo una afección inmunológica que afecta a los riñones y también ha desarrollado recientemente fibromialgia. Los médicos le prohíben trabajar con su estado de salud, tiene otorgado el 35% de discapacidad y solo cobra la renta mínima por enfermedad, que son aproximadamente 740 euros mensuales. Su situación hace que poder acceder a una vivienda de protección oficial sea prácticamente la única alternativa que tiene a su alcance.
700 familias en lista de espera
Lamentablemente, casos como el de Rodríguez no son aislados. Muchas familias se ven forzadas a malvivir en alojamientos supuestamente temporales por la eternización de la mesa de emergencia, una problemática que la PAH hace tiempo que pose sobre la mesa de las diferentes administraciones. De hecho, un centenar de activistas y de afectados venidos de todo Cataluña ya denunciaron a principios de mayo en una concentración ante la Agencia de la Vivienda de Cataluña que el mecanismo que tenía que garantizar un realojamiento para las personas vulnerables en riesgo de desahucio está colapsado y se está convirtiendo “en un reparto de migajas”.
Los últimos datos indican que hay cerca de 870 familias que esperan un piso de la mesa de emergencia en unas once localidades catalanas, unas cifras que no paren de aumentar si tenemos en cuenta que en Cataluña hay aproximadamente 20 desahucios cada día. La peor parte se la lleva Barcelona, que concentra el 80% de la lista de espera, el equivalente a unas 700 familias. Según denuncian desde la entidad, el mecanismo se ha visto “desbordado” por la emergencia de la vivienda y la burocracia ha hecho que estas mesas sean “ineficaces” y no actúen a tiempo para evitar que las personas desahuciadas tengan alternativas de vivienda dignas.

“Con la excusa de que no se puede tramitar hasta que viene la orden de desahucio, es demasiado tarde. Estamos hablando de un proceso de meses, cuando el desahucio llega la gente no tiene garantizado el desalojo y acaban en pensiones, campings, hostales y muchas veces son alojamientos super precarios con plagas, sin cocina…”, señalaba el pasado mes de mayo el portavoz de las PAH Catalanas, Juanjo Ramon, en una atención a los medios de comunicación después de la acción en la sede de la delegación central del servicio. Ramon lamentaba que la entidad ya hace casi siete años que viene denunciando este colapso y aseguraba que la solución es una cuestión de voluntad política: «Se tienen que acabar las excusas y pasar a los hechos. Los políticos tienen que decidir si quieren gobernar para las personas con problemas de vivienda o para los fondos buitre«.
Una odisea de cuatro años
La familia de Irina es otro caso flagrante que demuestra la eternización de esta mesa de emergencia. Esta madre de dos menores de 13 y 11 años se apuntó a la lista de espera en el año 2020 después de un primer intento de desahucio del piso del distrito de Gracia donde había vivido durante cerca de una década. Una subida del precio de alquiler y la pérdida del trabajo por parte de su marido hicieron que, una vez agotado el paro, el sueldo que cobraba ella de 900 euros en el sector de la hostelería fuera insuficiente para poder pagar el piso. Buscaron ayuda en el servicio de vivienda municipal, pero como que solo tenían un último año de contrato, no pudo intermediar. La propiedad -dos hermanas que se repartían todo el bloque- les demandó.
El estallido de la pandemia paralizó el desalojo hasta octubre del 2023, cuando finalmente se efectuó. Durante este tiempo, Irina probó de encontrar una nueva vivienda en la bolsa de alquiler del distrito, pero todas las opciones disponibles se iban de presupuesto. El mismo día del desahucio, el consistorio les ofreció alojarse temporalmente en una pensión en Sarriá con la condición que no podían llevarse a su perrito. La familia declinó la propuesta y se les planteó la opción del Centro de Urgencias y Emergencias Sociales de Barcelona (CUESB), pero solo una visita a las instalaciones ya convenció a los progenitores que no era un buen lugar para vivir con menores. Consiguieron que un familiar les acogiera durante dos meses, pero el piso de 60 m² que compartían era demasiado pequeño para ocho personas.

Con la llegada de la Navidad, la familia se trasladó 10 días a un camping de Tarragona aprovechando las vacaciones de los pequeños y con la esperanza de encontrar una alternativa con el cambio de año. Nada más lejos de la realidad. Encontrar una habitación para cuatro personas fue imposible y acabaron instalados en otro camping de Gavà, donde resistieron tres meses pagando un alquiler con alguna ayuda de los servicios sociales. La Semana Santa hizo disparar los precios del alojamiento e Irina tuvo que pedir a unos amigos que les dejaran vivir durante un tiempo en una segunda residencia que tenían en Cunit pagando un pequeño importe. Esto suponía que los padres tenían que hacer un trayecto en tren de casi hora y media cada día para ir a trabajar y llevar a los hijos a su escuela, que está ubicada al distrito de Horta-Guinardó.
Solución con claroscuros
Cuatro años después, Irina por fin recibió el pasado mes de marzo la notificación donde les informaban de la adjudicación de un piso de la mesa de emergencia. A pesar de que el proceso se había completado a principios del 2024, nadie sabía explicarle a la mujer porque no podían acceder a la vivienda. Finalmente, la familia averiguó que el domicilio estaba todavía en obras y que la fecha de entrega prevista era para el mes de junio. Esto supuso un golpe duro para la mujer: «Para una familia que está sufriendo tanto como nosotros, era demasiado lejos«. Irina fue una de las afectadas que participó en la protesta ante la sede de la Agencia de la Vivienda de Cataluña. «Un día después de la acción, me llamaron para decirme que ya podía pagar la fianza para entrar al piso», asegura.
Los problemas no se acabaron aquí. Cuando llegaron hasta el domicilio, ubicado en el barrio de Can Baró del mismo distrito de Horta-Guinardó, comprobaron que la puerta de acceso a la finca no cerraba y una vez ya firmado el contrato, que les da acceso a la vivienda durante siete años con posibilidad de prórroga, se encontraron con una fuga de agua en el lavabo que ha creado una gran mancha de humedad en la habitación que comparten los dos menores. Dos semanas después, la avería sigue sin arreglarse. «La lucha no se acaba aquí. También tenemos una deuda acumulada durante todo este tiempo esperando en la mesa de más de 40.000 euros. Al menos la pesadilla parece que está más cerca de acabarse y ahora podemos respirar, empezar de nuevo«, afirma.