«¿Son ustedes periodistas, no? Tengo un amigo que pinta cuadros. Ha hecho Las Meninas, obras de Salvador Dalí… Deberían ver su casa, parece un museo». Con esta carta de presentación, José Guerrero, vecino de Les Corts de 80 años, se presentó en la redacción de TOT Barcelona la semana pasada. Lo hizo a puerta fría, sin el consentimiento del artista a quien representaba y con la única voluntad de dar a conocer el trabajo de su amigo. Solo por este interés altruista de Guerrero, valía la pena hacer una visita a este pintor desconocido. Dicho y hecho. Unos días después, quedábamos con el hombre en las puertas del número 7 de la calle de Felipe de Paz, en el barrio de la Maternitat i Sant Ramon. Allí nos recibía Antonio Daza (Valderrubio, Granada, 1943), un jubilado de 82 años que puede presumir de tener entre las paredes de su casa más cuadros que muebles. En concreto, 54 obras. El matrimonio Arnolfini (Jan Van Eyck), la Mona Lisa (Leonardo da Vinci), Chica en la ventana (Salvador Dalí) o Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, a caballo (Diego Velázquez) son algunos de los muchos títulos reconocibles de factura brillante que se encuentran repartidos por casi todas las estancias del piso. También hay originales, como vistas de la Sagrada Familia, las Ramblas o la Casa Batlló. Todos llevan al margen la firma A. Daza.

La pasión de este octogenario por la pintura siempre había transcurrido en paralelo a su trayectoria profesional. Desde pequeño ya mostraba aptitud para el dibujo y el lienzo y con veinte años decidió dejar su Andalucía natal para buscarse la vida en Cataluña. Primero aterrizó en El Prat de Llobregat, donde tenía unos familiares, pero poco después dio el salto a Barcelona. Su primer trabajo en la capital catalana fue para el cine Rex, pintando a mano los carteles de la última película que había estrenado entonces el actor Kirk Douglas. De ahí pasó a una droguería y, rebuscando en los anuncios de la prensa, encontró el de un laboratorio de pinturas de l’Hospitalet de Llobregat. Durante esta etapa, compaginaba como podía el trabajo con el dibujo. «Me llevaba un bloc de notas y hacía bocetos en el descanso del mediodía», recuerda. Su talento no pasó desapercibido y Daza acabó enrolándose en la academia de Francisco Sainz de la Maza, un artista burgalés asentado en la ciudad que tenía un estudio en el número 96 del paseo de Gràcia. En el tercer piso de este edificio, conocido como Casa Ramon Casas, impartía clases a jóvenes aspirantes a pintores en el mismo espacio donde había tenido su taller Santiago Rusiñol. Gracias a su maestro, pudo relacionarse con personajes del calibre del mismo Dalí, a quien conoció en una de las veladas que se hacían en el mítico restaurante de La Puñalada, desaparecido en 1998.

La mili y las múltiples vidas
Su carrera como artista se vio truncada por la llamada al servicio militar. Le tocó hacerlo en Melilla, lejos de todo y de todos. Los contactos de Sainz de la Maza le permitieron vivir una mili sin demasiados apuros e, incluso, acortar unos meses el período de servicio. A cambio, sin embargo, tuvo que pagar un precio que aún arrastra en la conciencia. «Tuve que hacer un retrato de Franco para el teniente general de las tropas de África, Ramón Gotarredona, y también cuadros para las esposas de los coroneles. Para alguien tan rojo como yo, eso…», lamenta. A su regreso a Barcelona casi dos años después, la trayectoria prometedora como artista pasó a un segundo plano.

«La mili me interrumpió. Me contrataron en una empresa belga de papel pintado, Balamundi, que tenía unas cuarenta sedes por toda Europa. Ganaba 140.000 pesetas al mes y vivía a todo tren», relata. Estuvo allí nueve años, escalando hasta la posición de director general. En aquella época ya hacía un tiempo que se había casado. No por amor, sino más bien por la imposición social de la época y por conveniencia familiar. Durante su etapa al frente de la filial de la compañía flamenca, conoció a la que se convertiría en su segunda esposa y gran amor de su vida, Lluïsa Carrillo. Ella trabajaba en la sede que tenían en la avenida de Madrid y durante un tiempo hasta que se divorció, nuestro protagonista vivió una «doble vida«. «Me había casado muy joven y sin estar enamorado. De Lluïsa sí que me enamoré, tenía una mente brillantísima», asiente.

Cuando la delegación catalana de Balamundi cerró, uno de los directivos de la firma que después haría carrera en Nestlé, Yves Barbieux, le ofreció irse a Maracaibo (Venezuela) para dirigir una de las plantas de papel pintado. Rechazó la oferta -decisión de la cual se arrepiente- y acabó fichando por Codecor, otra empresa del sector con sede en Viladecans. Estuvo allí unos cuantos años y después montó su propia empresa con dos socios, Daica. Tenían la fábrica en un polígono de Sant Quirze del Vallès (Vallès Occidental) y la aventura duró una década, pero también terminó con el cierre y la suspensión de pagos. Daza decidió entonces emprender con su esposa y montaron una tienda de ropa de mujer. Llegaron a tener dos sedes, una en el número 28 de la calle del Brasil y otra en la travessera de Gràcia. En ese momento, el hombre recibió la oferta para dirigir una empresa del sector de las artes gráficas en Mataró. La rechazó para ayudar a su esposa con el negocio y con el tiempo decidió obtener una licencia de taxista. Ejerció la profesión durante dos décadas hasta que se jubiló en 2013. Durante esos años al volante, conoció a varias personalidades de la política y la cultura catalanas como Eulàlia Vintró, teniente de alcaldía barcelonesa de 1983 a 1999, con los gobiernos de Pasqual Maragall y Joan Clos. A modo de anécdota, la exregidora le ayudó con el traspaso encallado del local de la travessera de Gràcia, que se había visto afectado por una de las ampliaciones del Hospital de Sant Pau.

Sustituir muebles por cuadros
La jubilación fue para nuestro protagonista una segunda juventud. Si durante la etapa de taxista ya iba siempre con una especie de catálogo para mostrar a los clientes algunas de las obras que pintaba en sus ratos libres, cuando dejó la profesión pudo dedicarse plenamente a su gran pasión. Se montó un estudio en una de las habitaciones de su piso de Les Corts y se tomó en serio los encargos de retratos que le iban llegando, muchos de los cuales acababa regalando. Esta liberación profesional, sin embargo, coincidió con el diagnóstico de un cáncer a su esposa. Después de un tiempo con la enfermedad, acabaría muriendo a principios de 2019 a los 64 años. Desde entonces, Daza se ha dedicado en cuerpo y alma a la pintura, su otro gran amor. Poco a poco, ha ido sustituyendo los muebles que tenía en su domicilio por cuadros, que ocupan las paredes de todo el piso, ya sea colgados o apoyados en el suelo.

Al lado del comedor, está la joya de la corona: una habitación que antes se utilizaba como saleta donde coinciden la Mona Lisa, Chica en la ventana y El matrimonio Arnolfini, que pintó a través de un boceto hecho en la misma National Gallery de Londres. «Aquí hemos hecho comidas, muchas fiestas de Navidad… Y mira ahora«, recuerda José Guerrero mientras observa la estancia. Nuestro cicerone particular no es solo el amigo del pintor, sino que también es su cuñado, ya que está casado con la hermana de Lluïsa. Se conocen desde hace más de 30 años.

«Es una pena que esto no se mueva y no lo vea nadie. Hay que hacer algo, podemos ir puerta por puerta, hablando con los presidentes de las comunidades de vecinos, pero esto debe llegar a la gente que se dedica a esto», afirma Guerrero. Daza lo mira con una mezcla de pudor y agradecimiento. «He pensado en llevar las reproducciones a una galería o hacer una exposición al aire libre», asegura el artista. «Él siempre lo dice, pero nunca lo hace», replica con sorna su cuñado. El pintor tiene en estos momentos sobre el caballete una reproducción de un detalle magnífico de Las Meninas de Velázquez, obra expuesta en el Museo del Prado de Madrid. Lleva unos dos meses trabajando en ello, el tiempo que de media dedica a cada uno de sus óleos sobre lienzo. Veremos si algún día ve la luz fuera de un domicilio de Les Corts convertido -como afirmaba Guerrero- en un museo.


