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Ramon Solsona revive la Gràcia de los 50 en unas memorias con ‘teresines’

Si no quiere resultar petulante y pesado para los lectores, hay una norma que todo periodista debe seguir el 99% de las veces que escribe: no hablar de sí mismo, no expresarse en primera persona. Pero el 1% de las veces hay que saltarse esta regla. Y Ramon Solsona me ha empujado directamente a hacerlo. El autor acaba de publicar en Proa El carrer de la xocolata, donde recoge los recuerdos de su infancia, un primer tramo de vida vivida en la Gràcia de los años 50. Vivida, disfrutada y recordada con alegría a pesar de que eran los años más duros y asfixiantes de la dictadura franquista. Una obra que muestra una malla de casas donde los vecinos, al menos algunos, eran como de la familia y constituían una red de apoyo y convivencia. En la presentación del libro, esta semana en la librería Ona de Barcelona, Solsona lanzaba una invitación al lector: «Veo el libro como una cesta de cerezas. Cuando tiras de una, salen muchas. Los lectores podrán coger las cerezas y, con mis recuerdos, pueden recuperar los suyos. Porque todo el mundo tiene familia y recuerdos, buenos o malos, tú también tienes tu libro de familia».

Solsona tiene 75 años, pero las cosas que cuenta que pasaban en Gràcia en los años 50 y 60 las conocemos también los que tenemos 55, porque los abuelos, los padres y los tíos nos las han contado. Y es empezar y, ya en el primer capítulo, encontrarte con la primera cereza que te rebota. Cuando explica cómo él y los hermanos tenían, con unos niños de la calle de atrás, un «shuttle«, un carrito casero con una cuerda que, «pasando por encima de unos cuantos patios» comunicaba las dos casas para intercambiarse «tebeos, cromos y otras joyas». Exactamente como me han contado que hacía mi tío Joan con un niño vecino del barrio.

Las tías y el perro que daba la patita en misa

Muchos lectores se verán reconocidos en la obra. Y, además, descubrirán que los de La Cubana son muy buenos pero no han inventado nada –de hecho, no pretenden haberlo hecho. Las teresines existían. Y aparecen en El carrer de la xocolata. Eran las tías de los hermanos Solsona, a las cuales rinde homenaje con humor afectuoso. «Cuando hablo de mis tías, todo el mundo de la familia sabe que me he quedado corto. Iban a misa con el perro y, a la hora de dar la paz, ¡el perro daba la patita!«, explica ante un grupo de periodistas que disfrutan con las anécdotas que anuncia que se encontrarán en la obra.

La portada del nou llibre de Ramon Solsona, 'El carrer de la xocolata' (Proa), situat a Gràcia
La portada del nuevo libro de Ramon Solsona, ‘El carrer de la xocolata’ (Proa), situado en Gràcia

Aunque Solsona es conocido por sus novelas, en este caso no hay ficción, sino recuerdos, de él y de los hermanos, ordenados de manera literaria en 20 capítulos. «Normalmente, cuando presento un libro, nunca quiero dar pistas, intento evitar los spoilers, una palabra que ahora se ha puesto de moda, porque cuando escribes una novela hay un trabajo de organización del relato que el lector debe ir siguiendo. Pero en este caso no hay spoilers posibles. Es un libro amable, sencillo, de recuerdos, ordenado, pero no hay más trabajo narratológico», advierte.

Para construirlo ha evitado sobredocumentarse. «Normalmente, me documento mucho, pero en este caso lo he evitado deliberadamente. No he querido hablar con la gente de mi entorno de la época porque habría acumulado demasiadas anécdotas, me habría salido un libro de mil páginas [tiene 336]. Ya era suficiente con mis recuerdos y los de mis hermanos», alega. De hecho, él mismo subraya que la obra está en primera persona, pero también «en primera persona del plural». Sus hermanos, no solo aparecen sino que les reconoce el trabajo hecho: «Les di libretas para que apuntasen las anécdotas que recordaban, y cuando tuve los textos leídos y transcritos se los devolví con un ‘muy bien‘ escrito con bolígrafo rojo, como hacían los maestros de la época cuando corregían».

La infancia en Gràcia de una de las generaciones del NO-DO

Para decirlo claro: la generación narrada en El carrer de la xocolata es una de las generaciones del NO-DO. Dos sílabas que dicen «muchas cosas». Dicen franquismo, dicen no pasar hambre pero sí tener una «alimentación deficiente», dicen que te llamaban a clase por un número y dicen una religiosidad que lo impregnaba todo, con misa cada domingo y mucho más. Fue la época del XXXV Congreso Eucarístico Internacional, que se celebró en Barcelona en 1952, dio nombre al barrio del Congreso y dejó imágenes como la ordenación de 800 sacerdotes a la vez en Montjuïc.

La familia retratada también era muy religiosa sin ser «ultra», como tantas había en barrios como los de Gràcia en aquella época. Pero por encima de este ambiente gris, había vida. Una vida en la que los vecinos iban y venían de una casa a otra, veraneaban en el patio con camiseta imperio, veían la tele amontonados en el comedor de quien la tenía y, si tenías teléfono, el recibidor se te convertía en una centralita. A pesar de que Solsona cuenta Gràcia, por la teoría de las cerezas y porque se sabe que era así, remarca que aquel vivir «como en un pueblo» era también en Sant Andreu, en Sants, en el mismo Eixample y en muchos otros barrios de la ciudad.

Cuál es y por qué se llamaba así la «calle de la chocolate»

Y, como el autor mismo asegura que no hay spoilers posibles, se puede explicar cuál era «la calle de la chocolate» –donde estaba su casa– y por qué se llamaba así. Se trata de una calle modesta de esas que son tan frecuentes en Gràcia, que a pesar de ser cortas comienzan llamándose de una manera y cambian de nombre al cabo de un par de travesías. En este caso es la calle Bellver, dos travesías que van de Torrent de l’Olla hasta Verdi y que, en la tercera, ya se han convertido en la calle Martí, que acaba desembocando en la plaza del Nord.

Y si se llamaba «de la chocolate» –es como la conocía todo el mundo, y no por el nombre oficial– era porque en la esquina había la Nederland, una importadora de cacao que a partir de 1945 fabricó allí el Cola Cao. El olor a chocolate era permanente y ayudaba a encontrar la casa de los Solsona a los despistados que no recordaban exactamente dónde estaba. Ahora, que este olor ya no se siente en la calle Bellver, al lector se le activará la memoria olfativa leyendo lo que ha escrito Ramon Solsona.

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