Pasear por la calle Pelayo es hacerlo en un mar de franquicias. Pull&Bear, Stradivarius, Tezenis, Natura, Zara o C&A. Estas son solo algunas de las marcas que puedes encontrar actualmente en esta arteria comercial barcelonesa, una de las más codiciadas de la capital catalana por su ubicación privilegiada a tocar de la Rambla y la plaza de Cataluña. Alquilar uno de estos locales puede costar hasta 20 euros por metro cuadrado, una cifra que deja la posibilidad de abrir un negocio solo al alcance de actores con un poder económico elevado. Esto, sin embargo, no siempre ha sido así. Hubo un tiempo en que esta calle -conocida con su nombre en castellano- lejos del monocultivo de la moda que impera hoy en día era la sede de todo tipo de comercios y establecimientos que iban desde librerías y tiendas de lencería fina hasta un cine o los almacenes icónicos El Siglo.
El misticismo peculiar de esta vía barcelonesa tan céntrica hace décadas que pasó a mejor vida. Solo resisten como testigos de aquel pasado deslumbrante el escaparate fantástico de la administración de lotería El Gato Negro, que mantiene la estructura externa intacta a pesar de estar desuso desde que el negocio se trasladó unos números más arriba, y el reloj antiguo que durante décadas presidió la fachada de la Casa Palau, dedicada al coleccionismo y el modelaje. El aparato fue colocado por el fundador de este negocio emblemático inaugurado en 1935 en el número 34 de esta calle y había ido siempre a la hora hasta el verano del 2015. Fue en estas fechas cuando la tercera generación de esta saga tuvo que dejar su emplazamiento original a causa de un aumento desorbitado del precio de alquiler. Con el cambio de locatario, el reloj -que está protegido como parte del patrimonio de la ciudad- se quedó parado y desde entonces marca que quedan cinco minutos para las cinco.
Casi una década después del traspaso del local histórico de la Casa Palau, el tiempo sigue congelado en esta parte de la calle Pelayo. El relevo del negocio familiar lo cogió inmediatamente después del cierre una óptica, que a su vez dejó paso a una marca de ropa al cabo de poco tiempo. Actualmente, las estanterías que durante buena parte del siglo XX y principios del XXI estuvieron presididas por trenes eléctricos, escalextrics y maquetas, están ocupadas por piezas de bisutería y joyas. El espacio se ha convertido en una de las franquicias de la empresa británica e&e Jewellery, que tiene diferentes establecimientos repartidos en todo el mundo. Solo hace unos meses que abrieron y las dependientas desconocen como funciona el reloj. Eso sí, saben que es electrónico, que ya hacía tiempo que daba la hora mal y que se trata de un elemento protegido patrimonialmente. Con todo, es inevitable hacerse la siguiente pregunta: por qué durante este tiempo nadie ha osado arreglarlo?

Mucho más que una librería
Para poder obtener una respuesta nos tenemos que remontar a los inicios del negocio al cual ha quedado inapelablemente ligado este reloj. Todo empezó de la mano de Anton Palau, abuelo del actual responsable. Él aprendió el oficio de librero de su padre, que tenía una tienda en la calle de Sant Pau, y después de un periplo por tierras francesas volvió a Barcelona, donde ejerció de encargado en la icónica librería Catalònia y en la librería Francesa. Esta experiencia y su
La tienda, sin embargo, nunca fue solo una librería. La afición del fundador por las instantáneas hizo que desde sus inicios también se pudiera encontrar material fotográfico y que incluso acabaran habilitando una sala para revelar. Una de las anécdotas de aquella época que ha quedado como parte de la historia de la Casa Palau fue el sutil cambio de idioma que tuvo que hacer después de la victoria franquista en la Guerra Civil, cuando tuvieron que sacar una de las letras L del letrero para castellanizar la palabra ‘llibreria’ y evitar problemas.

A mediados del siglo XX, el negocio emprende un camino que resultaría finalmente clave para su supervivencia. Jordi Palau, hijo del fundador, apuesta por diversificar todavía más la oferta y empieza a vender trenes eléctricos, una apuesta que tendrá gran éxito y les convertirá con los años en los grandes referentes del coleccionismo y el modelaje en la capital catalana. En el marco de esta expansión de la actividad de la tienda, los responsables apuestan por reformar el local y la fachada exterior para actualizarlo a los nuevos tiempos. Anton Palau, nieto del fundador y tercera generación al frente del negocio, todavía conserva dos maquetas de factura bellísima montadas en una especie de libro que muestran como era el aspecto exterior de la tienda cuando entraron en 1935 y después de la remodelación del 1960, donde por primera vez aparece el reloj icónico en la fachada.

El vínculo perdido por un alquiler que ahoga
Nadie sabe muy bien la fecha exacta de colocación del reloj, pero parece claro que se debía de instalar durante esta reforma del 1960. Entonces, el actual responsable solo tenía cinco años, pero antes de cumplir 16 ya se había estrenado detrás del mostrador del negocio familiar. Palau recuerda que el aparato estaba conectado con otro reloj que su abuelo tenía colgado en el despacho ubicado en una especie de altillo sobre la entrada principal que se acabaría convirtiendo en un piso aparte. Con los años, aquel despacho pasaría a manos de su padre y después recaería en las suyas. Durando casi seis décadas, las diferentes generaciones de la saga se encargaron de mantener el reloj en hora. Eran tiempos de bonanza: habían abierto hasta cuatro nuevas tiendas en diferentes puntos de la ciudad y la especialización definitiva en coleccionismo -previa a la venta de material informático durante unos años- catapultó las ventas.
La crisis del 2008 hizo estragos en la salud del negocio, que a pesar de las dificultades pudo resistir la estocada. El punto de inflexión, sin embargo, llegó en 2015, cuando el fin de la moratoria de 20 años sobre la Ley de Arrendamientos Urbanos (LAU) permitió al Grupo Balañá, propietarios del edificio, actualizar el alquiler del local original, hecho que resultó en un incremento inasumible para la tienda. «Me pedían 15.000 euros por los dos pisos -contando el altillo-. Probamos de negociar, proponiéndoles pagar el triple de lo que habíamos pagado hasta entonces, pero no quisieron aflojar», explica Palau. La negativa de los titulares del establecimiento llevó a la tercera generación de la familia a acabar aceptando a regañadientes el nuevo precio, pero solo pudieron aguantar unos meses. «Lo intentamos. Estuve muchas noches sin dormir haciendo números, pero las cuentas no salían», lamenta el actual responsable.

Finalmente, la Casa Palau tuvo que dejar el local de la calle Pelayo después de ocho décadas regentándolo. Esta despedida amarga coincidió en el tiempo con la pérdida de otro de los locales que tenían alquilados en la calle de Balmes, hecho que desembocó inevitablemente en una reducción de la plantilla. El cambio de locatario en el número 34 fue precedido de unas reformas que hicieron desaparecer los característicos escaparates de madera y que separaron definitivamente los dos pisos del establecimiento, convirtiéndolos en dos espacios diferenciados. Esta sería precisamente la razón por la cual el reloj dejó de funcionar y nadie se ha preocupado en arreglarlo: el aparato continúa vinculado a otro reloj -quien sabe si todavía colocado en la pared- en lo que era el antiguo despacho del negocio familiar, situado en el altillo.
Solo el tiempo escapa de la gentrificación
La pérdida del local de la calle Pelayo marcó el inicio del declive de la Casa Palau. Hoy en día, solo resiste uno de los cinco locales que llegaron a tener en la capital catalana, en el número 72 de la calle de Balmes. Eso sí, el negocio continúa siendo el gran referente barcelonés en coleccionismo y modelaje. Su trayectoria casi centenaria y el reloj parado en la fachada del número 34 son los últimos vestigios, pues, de esta particular época dorada, que como también ha pasado con la mayoría de los establecimientos emblemáticos de las arterias comerciales históricas de la ciudad ya solo sobreviven en el recuerdo de aquellos que compraron o pasearon por sus aceras.

«En la calle Pelayo ya no queda nada. Han desaparecido todos los comercios emblemáticos. El interés inmobiliario acaba con la identidad de cada ciudad. Esta es la triste realidad», apunta Palau, que después de media vida detrás del mostrador ha sido testigo en primera persona de los efectos de la gentrificación en el centro de la capital catalana. Como un fósil expuesto en un museo, el reloj parado de la Casa Palau continuará presidiendo la fachada del número 34 de esta vía, recordándonos un pasado que ya no volverá, pero negándose a avanzar y dejar atrás un tiempo mejor.