Nadie sabe bien cuándo se construyó. Tampoco el porqué de su decoración de inspiración árabe ni su función original. Solo podemos trazar sus orígenes hasta la masía que en el siglo XVI presidía esta parte del valle de Horta, cuando el futuro barrio de la ciudad aún era una zona rural asentada a los pies de la Sierra de Collserola. Este detalle concreto sobre su trayectoria sí nos permite afirmar que el edificio es una de las construcciones más antiguas de esta zona de la capital catalana. Hablamos de la Torre de Mas Enrich, conocida popularmente como Torre del Moro. Con dos pisos de altura y de base cuadrada, esta especie de torrecilla entre medianeras es el último vestigio sobreviviente de la antigua masía de la cual toma el nombre. Destacan, sobre todo, las dos ventanas góticas de la fachada principal, una de las cuales flanqueada por dos rostros esculpidos en piedra que se miran y parecen llevar una especie de turbante en la cabeza, detalle que dio lugar al sobrenombre popular.

La construcción ha resistido más de cuatro siglos en pie, primero como parte de otras edificaciones y hasta los ochenta integrada en la barriada ya desaparecida de la Ciudadela de Horta. Cuando se derribó este entramado de casitas de planta baja para urbanizar la zona, la torre se salvó de la demolición precisamente por sus singulares ventanas. De hecho, el Plan Especial de Protección del Patrimonio Arquitectónico del Ayuntamiento de Barcelona ya reconocía entonces su relevancia incluyéndola en el catálogo de bienes protegidos de la ciudad. Una adhesión que acabaría traduciéndose con los años en un nivel de protección B como Bien Cultural de Interés Local (BCIL), que solo permite intervenciones que mantengan de manera integral la volumetría original y exige realizar mantenimiento y rehabilitación. La catalogación patrimonial que en su momento garantizó su preservación, sin embargo, fue un arma de doble filo: la dejó aislada en un solar entre las nuevas calles de Coïmbra y de Jerez. Así ha pasado las últimas cuatro décadas de vida, ocupada por varios colectivos y en última instancia por un grupo de chatarreros que fueron desalojados a mediados de octubre de 2021 ante el riesgo inminente de derrumbe de una parte de la torrecilla.

Una expropiación en el limbo
Casi cuatro años han pasado desde el precinto de la Torre del Moro. Una reja rodea actualmente el perímetro del solar, que aún tiene la puerta cerrada con candado. En la fachada principal, un haz de cables eléctricos sube por la pared para acabar deshilachado en uno de los extremos. El muro lateral de ladrillos que da a la calle de Coïmbra presenta múltiples agujeros y ha sido presa de una enredadera que llega hasta el techo y cae por la fachada de las ventanas góticas, que parece haber sufrido la mordida de un animal gigantesco en el lado izquierdo. Al otro lado, en el muro que da a la calle de Jerez aún se vislumbra la estructura de un antiguo edificio de dos pisos y se conserva parte de una pared de azulejos cerámicos de color turquesa que probablemente pertenecían a un baño o una cocina. El porche trasero se mantiene en pie, cubierto por un tejado de amianto devorado por la vegetación, que también campa a sus anchas en buena parte del solar. A pesar del evidente aspecto decadente, el conjunto mantiene una cierta belleza señorial difícil de explicar.

Desde el otro lado de la calle de Coïmbra, Carlota Giménez y Mariano Serrano observan la torrecilla detenidamente. Ella es historiadora y miembro de El Pou – Grup d’Estudis de la Vall d’Horta i la Muntanya Pelada, una entidad fundada en julio de 2009 con el objetivo de estudiar, defender y divulgar la historia y el patrimonio de los barrios del distrito de Horta-Guinardó. Él es arquitecto y, además de miembro de la agrupación local, también pertenece a la Comisión de Patrimonio de la Federación de Asociación de Vecinos y Vecinas de Barcelona (FAVB). Ambos llevan tiempo luchando para conseguir la expropiación y rehabilitación de la construcción. «Uf, el interés por la torre viene de lejos… Desde que nacimos como asociación que vamos detrás», asegura la historiadora. La petición ha acabado convertida en uno de esos temas que con cada nuevo mandato se pone religiosamente sobre la mesa de los representantes políticos del momento para intentar desbloquearlo. Una de las primeras propuestas que se presentó a la administración en 2014 fue la de convertir el edificio en el Espacio de Interpretación del Agua en la Vall d’Horta y los Tres Turons, unas instalaciones donde poder explicar de manera didáctica la vinculación de este territorio con los torrentes y el oficio de las lavanderas.

La iniciativa no fructificó entonces y se intentó reactivar dos años después, ya con Ada Colau en la alcaldía. La concejala del distrito del momento, Mercedes Vidal, se mostró favorable, pero la buena voluntad tampoco acabó concretándose en nada. El siguiente intento de poner remedio a la degradación de la torrecilla fue en 2021, cuando con Rosa Alarcón de concejala se precinta por riesgo de derrumbe y se anuncia que se está en negociaciones con la propiedad para acordar su expropiación. El proceso parece que tropezó con problemas de herencia que complicaban el contacto con los actuales responsables y una eventual adquisición. «Para el Ayuntamiento es un tema demasiado complicado. Es la paradoja de tener un edificio catalogado como BCIL, pero que está en malas condiciones y con las paredes erosionándose cada vez más. No ha caído de milagro», lamenta Giménez. «La excusa en estos casos siempre es que cuesta mucho dinero o que hay problemas con los herederos, pero la realidad es que cuando se quiere se puede. Es una cuestión de voluntad política«, añade Serrano.

Antecedentes poco alentadores
A la espera de clarificar el futuro de la Torre del Moro, en el barrio tienen casos para la esperanza como el de Can Crehuet, una casa pairal del XVIII que el consistorio compró in extremis en 2019 para salvarla de la demolición, aunque seis años después aún está pendiente de una reforma. Ahora bien, también tienen muchos otros que no invitan al optimismo como el de la isla de las Lavanderas, un conjunto de casitas que acabó medio derribado hace unos tres años por la apertura de una zona verde, desdibujando completamente el paisaje urbano que conformaba. «Con las Lavanderas mutilaron un elemento único en Barcelona, una muestra de lo que había sido la industria de la lavandería en Horta», afirma Giménez. «Y fue con el mismo partido que salvó Can Crehuet», subraya Serrano. Ambos coinciden en señalar que el actual ejecutivo barcelonés no está demostrando mucha sensibilidad hacia el blindaje del patrimonio. Al contrario. «Solo hay que fijarse en el caso del Comedia… Estamos en un momento muy delicado. Con la Torre del Moro se debería buscar un uso que sirviera para conservar el patrimonio, pero en situaciones así piensas si es mejor alzar la voz ahora o esperar que vengan tiempos mejores», reflexiona el arquitecto.

Realeza, curtiduría e imprenta comunista clandestina
Gracias al trabajo de investigación histórica de El Pou – Grup d’Estudis de la Vall d’Horta i la Muntanya Pelada podemos dibujar la trayectoria de esta torre a lo largo de los siglos. Las primeras evidencias de su existencia se remontan antes de 1700, cuando formaba parte del recinto del Mas Enrich, que contaba con su propia ciudadela y estaba coronado por esta construcción vertical de planta cuadrada. Con el cambio de siglo, el edificio fue absorbido por la finca vecina, Can Solanes, propiedad del comerciante adinerado Ignasi Fontaner. Su apoyo al archiduque Carlos de Austria en la Guerra de Sucesión hizo que, durante la estancia del miembro de la realeza en la capital catalana entre los años 1705 y 1710, tanto él como su esposa Isabel de Brunswick pernoctaran varias veces durante los veranos en esta casa señorial rodeada de jardines. El conjunto tenía también una capilla y su propio panteón. Su ubicación convirtió la masía en un punto de paso importante de camino al castillo de Valldaura y a la sierra de Collserola, donde la nobleza y las familias adineradas barcelonesas tenían sus residencias estivales. Esto hizo que por el recinto -que estaba rodeado de edificaciones más pequeñas para el servicio, los criados y los animales- pasaran personalidades relevantes de la época como el Marqués de Castellbell o el Marqués de Alfarràs, entre otros.

La finca fue decayendo hasta que a finales del siglo XVIII se convierte en una de las muchas curtidurías de pieles que se instalaron en esta zona para aprovechar el acceso fácil a agua a través de los pozos. Alrededor de la fábrica, se erigen un conjunto de casitas más pequeñas, donde residían los trabajadores y que con los años acabarían conformando la barriada de la Ciudadela de Horta. Esta industria se mantuvo hasta principios del siglo XX. Después de unos años sin actividad, en el edificio de la torre se instala una fundición. El negocio, sin embargo, escondía una de las filiales del PSUC, que durante la dictadura franquista utilizó un espacio del sótano como imprenta clandestina de publicaciones comunistas, una actividad que nunca fue descubierta por las autoridades. Con los años, el recinto acabaría albergando temporalmente una de las sedes del Partido Comunista de Catalunya (PCC) y también otros colectivos antes de funcionar como almacén y centro logístico del grupo de chatarreros.
