Antoni Bonet Castellana (Barcelona, 1913-1989) es sin duda uno de los nombres más fascinantes de la arquitectura de nuestro país. Como tantos otros artistas y autores hicieron durante gran parte del siglo XX, este constructor desarrolló buena parte de su trayectoria profesional fuera de Cataluña y del Estado. Con solo 24 años y después de aprender el oficio de la mano de Josep Lluís Sert, Bonet decidió marcharse a París en 1937 para trabajar en el taller de Le Corbusier. Allí pudo participar en la Exposición Internacional que acogió la capital francesa ese mismo año, coincidiendo con Pablo Picasso, Salvador Dalí, Joan Miró y otras personalidades del momento, empapándose de un movimiento artístico que también marcaría posteriormente su obra.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación nazi llevaron a Bonet a Argentina, donde tenía otros amigos del sector. Acabaría pasando media vida en el Río de la Plata, cerca de Uruguay, y no volvería a visitar su Barcelona natal hasta 1949, cuando acudiría a la capital catalana para reunirse con unos clientes que pertenecían a una de las grandes familias industriales del país y que tenían un encargo muy especial. Este encuentro con el matrimonio formado por Ricardo Gomis e Inés Bertrand sería la génesis de lo que acabaría convirtiéndose en la Casa Gomis, una joya racionalista protegida como Bien Cultural de Interés Nacional (BCIN) que el Estado ha comprado esta semana por 7,2 millones de euros con el objetivo de convertirla en un centro cultural.
Con la adquisición de la obra magna de Bonet no solo se dibuja un nuevo escenario que parece complicar el proyecto polémico de ampliación del aeropuerto, que destruiría prácticamente la totalidad del paraje natural de la Ricarda y aislaría por completo el edificio, sino que se completa el ascenso al Olimpo arquitectónico de su artífice, una posición de privilegio que durante muchos años se le negó y que, gracias al trabajo minucioso de la familia propietaria y la intervención crucial de dos arquitectos maravillados por su obra, ahora ya es una realidad.

Una personalidad propia que quedó a la sombra
Uno de los arquitectos que ha tenido este papel clave para el descubrimiento mediático de la Casa Gomis y de su autor es Jordi Roig. Junto con su homólogo Fernando Álvarez, entraron en contacto con la obra de Bonet en los noventa a través de un estudio en profundidad de esta joya que culminó en un libro monográfico y una exposición. Este fue el punto de partida a través del cual se tejió una gran relación con los hijos del matrimonio que encargó la construcción del edificio, que tiempo más tarde les encomendarían la primera gran reforma del recinto, una actuación que costó cerca de un millón de euros y que permitió empezar a abrirlo al público. «Este esfuerzo titánico quería proyectar la casa hacia el futuro para situarla donde se merecía y conseguir que alguna administración la adquiriese para preservarla», recuerda Roig en declaraciones al TOT Barcelona.
El tiempo ha dado la razón a los descendientes y ha permitido poner en valor la importancia tanto de la finca como del arquitecto, a quien el exilio privó del reconocimiento que poco a poco y de manera póstuma ha logrado adquirir. «Tanto Bonet como su obra son especialmente estimadas por las generaciones contemporáneas como parte de la arquitectura de la República y la posguerra. La poca complicidad del autor con los grupúsculos que se formaron a partir de la democracia lo relegó a un papel algo secundario como aprendiz de Le Corbusier o Sert cuando realmente su obra era de una riqueza impresionante y tenía una potencia y personalidad propias», remarca Roig, que celebra que en los últimos años la Casa Gomis haya dado un «salto de categoría» hasta situarse al nivel de obras como el Palau Güell o la Casa Batlló.

El arquitecto considera que, con la compra del recinto, el Estado ha hecho una apuesta “valiente”, ya que se trata de una obra bastante contemporánea, con poco más de seis décadas de vida, y ha querido reconocer tanto a Bonet como su forma de entender la arquitectura, con una mirada muy a la americana, más global y cosmopolita y sin prejuicios. «Fue capaz de hacer una síntesis perfecta entre una iconografía mediterránea como la bóveda catalana y la perspectiva y comprensión de las dimensiones más americana. Bonet pivotaba entre estos dos pilares, por eso es relevante», insiste Roig, que confía en que la adquisición sirva para preservar en buenas condiciones tanto el edificio como su entorno natural.