La fiesta mayor de Sants, que comenzó este sábado, ha tomado el relevo de las fiestas de Gràcia para llenar de cultura popular y tradición dos de los barrios más emblemáticos de Barcelona. Unas fiestas que, a pesar de la rivalidad entre barrios, comparten los fundamentos, como los emblemáticos adornos de las calles. Ambas fiestas también han sido históricamente dos espacios de reivindicación política y social, tal como se ha podido comprobar este mismo año en algunos adornos de Gràcia, como el de la plaza de la Vila, que clama contra la gentrificación y el cierre de comercios de toda la vida. Es precisamente esta gentrificación, impulsada en gran parte por el fenómeno de los expats -es decir, extranjeros de poder adquisitivo medio alto, muchos de los cuales son nómadas digitales, que viven en un país, pero trabajan a distancia en otro–, lo que dificulta la supervivencia del modelo tradicional de las fiestas mayores de estos dos barrios: unas fiestas organizadas por los vecinos.
Así lo expresa el historiador de Sants y miembro de la comisión vecinal que adorna la calle de Papin Agus Giralt, en conversación con el Tot Barcelona: «Las dos [la de Gràcia y la de Sants] son fiestas populares que las hace la gente del barrio. Es un modelo muy ligado al arraigo con la calle, y eso cada vez es más complicado con el modelo de ciudad actual». Los estragos de la gentrificación, pues, ya comienzan a notarse en las fiestas de Sants.

De hecho, este año solo hay once calles decoradas en todo el barrio, mientras que en 2017 había dieciséis. Es decir, en la última década, cinco calles han dejado de adornarse por las dificultades de los vecinos para organizarse, ya que se trata de un trabajo «invisible» que conlleva mucho tiempo de preparación: «Desde enero estamos trabajando en la elaboración de los adornos», comentan algunos vecinos de la calle de Papin que ultiman los detalles de su obra en el almacén donde los elaboran.
En el barrio de Gràcia la situación es muy similar. El encarecimiento del precio de la vivienda, que ha forzado a muchos vecinos del barrio a buscar piso en otro lugar, ha traído al barrio extranjeros con un poder adquisitivo más alto. Esta realidad, que también es trasladable a otros puntos de la capital catalana, también condiciona las organizaciones asociativas que se encargan de adornar las calles y plazas para celebrar las fiestas: «Hay mucha gente extranjera que se ha integrado muy bien [en la cultura popular], pero otros no tanto», admite el historiador y periodista gracienc Josep Maria Contel, que en estos momentos se encarga de la gestión del Taller de Historia de Gràcia, pero que anteriormente también fue miembro del agrupamiento que adorna la calle Verdi de Dalt, desde 1980 hasta el año 2006. El principal problema que destaca el historiador es que, con el paso del tiempo, la sociedad se ha vuelto más «individualista», independientemente de su relación con el barrio, lo que provoca que haya personas que no comprendan que los adornos de la calle son una tarea «voluntaria» que implica un elevado volumen de horas de trabajo y esfuerzo. El modelo actual de las fiestas de Gràcia y Sants necesita a los vecinos y, sin su implicación, cada vez será más difícil de sostener.

Adornar las calles, una tradición centenaria
Engalanar las calles es una tradición que lleva más de cien años pasándose de generación en generación tanto en Gràcia como en Sants. Los vecinos la comenzaron antes de que sus respectivas villas se anexaran a Barcelona. En el caso de Sants, los primeros adornos documentados se remontan a principios del siglo XX, aunque el concurso no comenzó oficialmente hasta 1943. La competición se convirtió en un reclamo para que los vecinos se animaran a decorar sus calles, hasta el punto de que durante la fiesta de 1950 más de una veintena de calles se presentaron al certamen. Durante toda aquella década, tal como recuerda Agus Giralt, las guarniciones «tomaron mucha fuerza» en el barrio, y en 1958 se creó la Federación de Calles, con la función de coordinarlas. Durante la década de los setenta, sin embargo, la fiesta mayor desapareció. A mediados de la década siguiente, en 1984, la fuerza vecinal permitió retomar la celebración popular y volvió a impulsar el concurso de adornos. Un concurso, sin embargo, que ya ha quedado un poco más en segundo plano: «Ahora hay mucha más colaboración entre las calles, ya no hay tanta rivalidad, y eso es muy positivo», argumenta el historiador santsenc.
Las fiestas de Gràcia también tienen más de un siglo de historia. Su origen se remonta a mediados del siglo XIX, momento en que Gràcia se convirtió en villa y se adornó por primera vez la fachada del Ayuntamiento: «Desde entonces está masificada», exclama Josep Maria Contel, que asegura que millones de personas visitan el barrio durante la semana de la fiesta mayor. La primera referencia de un concurso de adornos se remonta a 1877, aunque no fue hasta los años veinte del siglo pasado que el consistorio del distrito comenzó a otorgar galardones. Una práctica que se ha consolidado y que continúa volcando a los vecinos del barrio cada fiesta mayor, que buscan superarse para preparar el mejor decorado. Y, a pesar de la rivalidad que existe entre las comisiones de algunas calles, todos ellos también colaboran, tal como ha pasado estas fiestas después de que la portada de Verdi del Mig se quemara el pasado domingo: «La fiesta mayor somos las calles y su gente y así se ha demostrado hoy. Eternamente agradecidos», celebraban los organizadores de Verdi después de que cada asociación de adornadores pusiera su granito de arena para revitalizar el ambiente festivo de la calle afectada por las llamas.

La esencia imborrable de las fiestas populares
Las fiestas populares de los barrios de Gràcia y Sants han cambiado de la misma manera que Barcelona. En una ciudad cada vez más vinculada al turismo y más gentrificada, el auge de los visitantes también ha tenido un impacto en sus fiestas mayores. Y así también se ha confirmado estos días en las calles de Gràcia, donde miles de extranjeros, sobre todo gente joven -algunos que están en la ciudad llevando a cabo los programas de Erasmus-, se han mezclado entre los vecinos para disfrutar de la celebración: «Cada vez nos habla más gente en inglés», admitían dos chicos que servían bebidas en una de las barras habilitadas para las fiestas.
«La gente puede parecer turista, pero muchas veces son extranjeros que ya viven en el barrio», añade Josep Maria Contel, que lamenta el «mantra» contra la «turistificación» que se ha cultivado en el barrio. Así y todo, de momento la esencia continúa bien viva, tal como recordó la pregonera de este año de las fiestas graciencas, la historiadora Maria Garganté, desde el balcón del Ayuntamiento. En Sants la situación es idéntica: «Es un patrimonio que beneficia a todos, es lo que tenemos y es lo que debemos conservar», defiende Amadeu Cervera, de la calle de Vallespir. En esta línea, el historiador gracienc también apunta que, teniendo en cuenta el elevado volumen de personas que se concentran en el barrio durante la semana de fiestas, los mismos organizadores también podrían aportar una nueva mirada a las fiestas, pero conservando la esencia y la tradición popular: «Todavía no hemos sido capaces de aceptar todos los cambios que hemos vivido», enfatiza.
Tanto Gràcia como Sants enfrentan el reto de mantener viva su fiesta mayor tal como la conocemos en unos barrios cambiantes. La consigna, sin embargo, es clara: se necesitan vecinos para que la tradición sobreviva. Así se podía leer en uno de los adornos de la calle de Ciudad Real, que han centrado el decorado en un clamor contra la gentrificación: «Cuando ya no haya nadie en el barrio, ¿quién hará los adornos?», pregunta uno de los carteles colgados en esta vía gracienca. De momento la fiesta sigue viva, pero bajo la sombra de los expats que amenaza la supervivencia o, al menos, la esencia.
