La memoria es un bien preciado extremadamente frágil. El paso del tiempo acaba sumiendo en el olvido muchas historias que solo perviven en el recuerdo de aquellos que las han vivido de bien cerca. Estos testimonios, desgraciadamente, a menudo se pierden cuando se apagan las voces de sus portadores, enterrando relatos de un pasado que parece lejano, pero sin el cual muchas veces sería imposible entender nuestra realidad de hoy en día. Aun así, los astros a veces se alinean y este rastro perdido vuelve a aflorar de la manera más inesperada, sacando a la superficie historias como la de la familia Coll.
Para encontrar el origen de este caso hay que remontarse unos cuántos meses atrás. La comunidad de vecinos del edificio ubicado en el número 473 de la Gran Via de les Corts Catalanes decidió ya hace un tiempo poner remedio a una cuestión que hacía años que tenían guardada en un cajón: qué hacer con el piso del antiguo portero. Este espacio dejó de funcionar en la década de los sesenta, cuando los hasta entonces propietarios de todo el inmueble empezaron a vender los pisos a otras familias y el domicilio quedó en manos de la comunidad. Durante todo este tiempo, el pequeño piso ubicado en la sexta planta había estado cerrado a cal y canto. Por eso, los vecinos acordaron finalmente tomar cartas en el asunto este 2023 e iniciaron unas obras de remodelación para poder habilitar el espacio para alquilarlo.
Es en este contexto que tuvo lugar un hallazgo sorprendente. La comisión encargada de las obras conocía la existencia de una pequeña habitación que comunicaba el antiguo piso de la portería con la azotea comunitaria a través de una vieja puerta de madera enmohecida. Este espacio siempre había estado allí sellado, pero hasta ahora había pasado completamente desapercibido. El vecindario pensó que reconvertir estas cuatro paredes como parte del nuevo domicilio sería una buena estrategia para poder ampliar el espacio disponible, así que empezaron a buscar sin éxito la llave que abriera la cerradura. La investigación culminó sin los resultados esperados y la comisión decidió finalmente encargar a los operarios que reventaran la puerta para poder acceder a la habitación cerrada.
Recipientes, bobinas y una adivinanza
La luz penetró entonces por primera vez en casi sesenta años iluminando esta pequeña estancia. Lo hizo descubriendo una especie de armario de madera oscura encajado contra una de las paredes blancas. Solo algunas cajas en el suelo y una antigua mesa para planchar completan el espacio, que cuenta con una ventana tapiada. El visitante, sin embargo, no puede evitar fijar la mirada en el contenido de las estanterías de este mueble. Detrás de dos puertas de vidrio y divididos en cuatro niveles se encuentran diferentes elementos dispuestos en un cierto orden y que aparentemente no tienen demasiado que ver los unos con los otros. Las dos estanterías superiores están protagonizadas por una colección de cerca de una treintena de recipientes de medidas diversas y cuidadosamente etiquetados que contienen sustancias como alcohol de desinfectar, amoníaco, potasio o carbonato de sodio.

Las dos inferiores no presentan una ordenación tan definida. Una caja de puros de la compañía

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Un recuerdo familiar recuperado
La investigación de la historia de Juan Coll podría haber concluido aquí. Con un decalaje de más de cien años, las probabilidades que alguna de las personas que podría poner luz a este relato continuara viva parecían ínfimas. Aun así, solo dos pisos por debajo de esta habitación ahora reabierta todavía resiste uno de aquellos primeros inquilinos del edificio. Josep Maria Prats vino a vivir al inmueble con su familia cuando tenía solo tres años. Era la década de los cuarenta y el bloque solo contaba entonces con cuatro plantas, que después se ampliarían hasta las seis contando la azotea que hay actualmente.

Su familia alquilaba inicialmente uno de los pisos de la cuarta planta del edificio, que era propiedad de Juan Coll i Molas, un condecorado escultor y decorador que colaboró con grandes arquitectos del modernismo en obras como la Casa Amatller de Josep Puig i Cadafalch. El propietario tenía un hijo también bautizado como Juan Coll, con quien vivía en uno de los domicilios ubicados en el principal de este mismo bloque. Prats todavía recuerda como sus padres habían comentado en varias ocasiones que el primogénito hacía experimentos en la azotea del edificio, donde tenía una especie de laboratorio.

Este espacio donde el hijo del escultor guardaba y manipulaba los productos químicos es precisamente la habitación sellada ahora descubierta. Así pues, el autor del escrito encontrado en el cuaderno y el legítimo propietario del contenido de este armario es Juan Coll hijo, que vendió el piso familiar en los años noventa, cuando ya hacía tiempo que no residía en el edificio. Coll abandonó esta estancia a medio camino entre un laboratorio y un almacén a mediados del siglo XX, probablemente sin saber que acabaría cerrada durante cerca de sesenta años, preservándose como una especie de cápsula del tiempo accidental. El azar ha querido, sin embargo, que esta historia no acabara perdida como tantas otras y que el recuerdo de la familia Coll vuelva a sonar en el número 473 de la Gran Via de les Corts Catalanes.
